Publicado por José María Martí Sánchez en Forumlibertas (http://www.forumlibertas.com/frontend/forumlibertas/noticia.php?id_noticia=11080)
Han cuajado en España, a los cuarenta años y a pesar de las voces críticas o revisionistas
En medio de la sucesión profusa de descripciones y comentarios sobre el Mayo francés de 1968, conviene volver los acontecimientos y su proyección. En apariencia, y según algunos testigos presenciales, se trató de un estallido de protesta sin continuidad ni concreciones apreciables. Raymond Aron la calificó de algo irracional.
Decía el profesor Alejandro Llano que: «la “revolución estudiantil” en torno a 1968, con todas sus implicaciones y consecuencias, constituye uno de los fenómenos ideológicos más importantes del siglo XX» (en IV Congreso Católicos y vida pública, I, Madrid 2002, 31).
También Dalmacio Negro le atribuía importancia en la promoción y difusión del ideario progresista. En él se combinaban, por primera vez, los elementos opuestos, a priori, del liberalismo amoral y permisivo —anarquismo— y el marxismo (cfr. Lo que Europa debe al Cristianismo, Madrid 2006, 118-120). Uno de los lemas sesentayochistas rezaba: «Prohibido prohibir» y otro «Vivir sin obligaciones y gozar sin trabas».
En Francia, el Presidente Sarkozy, durante la campaña electoral (29 de abril de 2007 en Bercy), pidió «liquidar la herencia de Mayo del 68», pues, lo responsabilizaba del individualismo, la destrucción de los valores morales y el fracaso de la escuela. Antes, el entonces ministro de Educación, Luc Ferry, harto de «falsas demagogias», en el libro-documento Carta a todos los que aman la escuela (abril 2003), atribuía a aquel movimiento algunos desastres.
Sea como fuere hay que resaltar la fascinación que el Mayo del 68 ha ejercido sobre la izquierda o el «progresismo». Un ejemplo lo tenemos en la diputada del PSOE, Díez de Baldeón García. Para ella dio pie «a las corrientes educativas progresistas de las décadas siguientes», y potenció «la innovación y la autenticidad a través de la expresión de uno mismo» (en Libertad, igualdad y pluralismo en educación, Madrid 2003, 198).
Además, la difusión de su espíritu se vio favorecido porque «muchos de los estudiantes que se habían movilizado en el 68 contra una educación autoritaria, elitista y burguesa eran, al cabo de unos pocos años, unos profesores, sociólogos o pedagogos dispuestos a convertir en realidad la utopía revolucionaria» ( A. Delibes , «Mayo del 68. Una revolución antiliberal», Libertad Digital, 13 mayo 2008).
Estos sectores absorbieron con fervor el modelo de la Escuela de Summerhill (cfr. V. Ruiz , «La enseñanza en España, ¿hacia el fracasado Summerhill?», ForumLibertas.com, 16 abril 2008).
En consecuencia su presión se dirigió a transformar, a través de la enseñanza, los patrones morales imperantes. No sólo en relación con la autoridad, política o financiera. Sobre todo, impulsó la denominada revolución sexual y el feminismo militante (cfr. D. Cohn-Bendit/R. Dammann, La Rebelión del 68, Barcelona 2008, y «Mayo del 68: mandan los mismos pero con más sexo», ForumLibertas.com, 5 mayo 2008). Hoy no podemos dudar de que estas ideas han configurado la sociedad y explican acontecimientos actuales.
Para calibrar su influjo, ante la imposibilidad de realizar un estudio en profundidad, me fijo en el testimonio directo, escrito en 1978, del profesor universitario Jean Delumeau (El miedo en Occidente, Madrid 2002, 227).
Para el eminente historiador, aquel momento respondió al temor a un futuro profesional incierto y al devenir de la humanidad. Lo primero se correlacionaría con buscar una fácil salida profesional, lo segundo, con la rebeldía (constructiva o «antisistema»).
En cuanto a lo más inmediato,
«los estudiantes exigieron la supresión de las oposiciones y de la selección, un control continuo de los conocimientos en vez de la “lotería” del examen final, el empleo de notas durante las pruebas escritas, la posibilidad de trabajar —incluso de redactar— en equipo (lo que suprimía el nerviosismo individual).
Quisieron imponer a sus profesores que les apoyaran más, estar más cerca de ellos, no mantener, entre enseñantes y enseñados, la barrera del curso magistral. Sintiéndose mal preparados para la vida activa y la renovación que ésta exige ahora de la mayoría de nuestros contemporáneos, desearon que se les enseñase a aprender.
Finalmente, en aquella época, declararon que deseaban la cogestión de las universidades, mediante lo cual pensaban que podían bloquear los mecanismos de selección».
El Real Decreto 1393/2007, sienta las bases de la «profunda modernización de la Universidad española» y, su Preámbulo, explica en qué consiste. De ahí entresacamos algunos puntos, como botones de muestra, del seguidismo sesentayochista.
Cambia la metodología docente y «centra el objetivo en el proceso de aprendizaje del estudiante» (vulgo, supresión de la lección magistral y eclipse del profesor reciclado en gestor o animador cultural).
Éste pierde su especialización, pues, el decreto reemplaza, en los planes de estudios, «el tradicional enfoque basado en contenidos y horas lectivas», por las competencias. Por tanto, adopta el eje de las últimas reformas de las enseñanzas primarias y secundarias, no avaladas precisamente por sus resultados académicos o disciplinarios.
El núcleo de los objetivos de los planes de estudio lo constituye «la adquisición de competencias por parte de los estudiantes». El decreto insiste «en los métodos de aprendizaje de dichas competencias así como en los procedimientos para evaluar su adquisición… poniendo en valor (sic) la motivación y el esfuerzo del estudiante para aprender».
Sin duda, así se evita el nerviosismo, se quita tensión y dramatismo, ¡fuera exámenes! La contrapartida es que se entra en la «calificación subjetiva» y se desincentiva la obtención de conocimientos o preparación académica. La evaluación no responderá a la capacidad real del estudiante.
«La nueva organización de las enseñanzas incrementará la empleabilidad de los titulados», objetivo acerca del que existe un «compromiso» que hay que reforzar. Hace ya años, García Morente advertía que el proyecto educativo que descansa en la profesión es fruto del intervencionismo del Estado, que sacrifica al pragmatismo otros valores y produce una sociedad —y una Universidad— roma (Escritos Pedagógicos, Madrid 1975, 57 y 60-61). En parecidos términos se expresa Emilio Lledó (Imágenes y palabras, Madrid 1998).
El colofón de todo este planteamiento es que la formación, en cualquier actividad profesional, «debe contribuir al conocimiento y desarrollo de … los principios de igualdad entre mujeres y hombres, de solidaridad, de protección medioambiental, de accesibilidad universal y diseño para todos, y de fomento de la cultura de paz».
Así las cosas, no extraña que se haga la advertencia de que «el adoctrinamiento llega a la universidad» (Victoria Llopis, Libertad Digital, 27 noviembre 2007).
En síntesis, las reivindicaciones de los estudiantes franceses han cuajado aquí, a los cuarenta años y a pesar de las voces críticas o revisionistas. Sin embargo, siendo esto importante, la auténtica revolución educativa se encuentra en cómo se concibe hoy la enseñanza.
En régimen de monopolio, desconectada de la verdad y el compromiso, se ha transformado en asunto mercantil —«empleabilidad»—, al que recurren los políticos para todo tipo de componendas. Como ha dicho uno de los protagonistas del Mayo francés, como casi todos bien situados en el Establishment, Daniel Cohn-Bendit, «socialmente, decimos culturalmente, nosotros hemos ganado» (cfr. clarin.com, 5 mayo 2008).
Es de justicia darle la razón. Mas no deja de tener humor que esa victoria se haya consumado cuarenta años después, en España, y bajo la pretensión de novedad o mejora. Menos gracia tienen los «daños colaterales»: empobrecimiento de la enseñanza oficial, a pesar de su coste, y de la vida de muchos jóvenes.
dijous, 29 de maig del 2008
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